Otro aporte de Daniel Vidart- MATE E IDENTIDAD NACIONAL

MATE E IDENTIDAD NACIONAL
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El tema es atrayente. Espero que lo lean mas de los 10 habituales amigos. Como es algo dilatado, lo iré entregando de a poco, dado que los usuarios de este medio gustan comeR mojarritas y no corvinas criollas. La mucha carne parece que los atraganta. Soy comprensivo y compasivo, pues. Y adelante con el mate y lo que tras suyo viene!
Mate e identidad nacional

Se ha dicho más de una vez que el mate, al amparar con su cobertura folklórica los distintos estratos sociales del pueblo uruguayo, ha influido poderosamente en la caracterización de nuestra identidad. Pero no seamos tan umbilicalistas, tan centrados en nosotros mismos y, a tal punto, que por alabar con exceso las costumbres ciertas y las pretendidas virtudes nacionales, suele suceder que mucha gente, sin conocimiento del mundo, o con carencia de información, da las espaldas al Otro y desdeña lo que ignora", según dijera Antonio Machado. Muestras de esta ignorancia narcisista y suficiencia patriotera se dan, lamentablemente a diario, y cortan la lengua a quien no las proclama y encomia
No solamente los uruguayos somos materos, o mateadores como convendría decir. Lo son los paraguayos, los argentinos y los brasileños del área meridional. También los chilenos del valle central, Santiago abajo, y particularmente los de la isla Chiloé, a quienes llaman chilotes. Por su lado los indios mapuches, que habitan el sur de Chile, se han aficionado al mate desde los tiempos de la Colonia. Empero, las estadísticas demuestran que el consumo de yerba per cápita es mayor entre nosotros que en los países hermanos. Dicho rasgo cultural, que así se dice en la jerga antropológica, no nos confiere identidad sino que contribuye a nuestra identificación.
Identidad no es lo mismo que identificación y viene bien aclarar este punto pues permite clarificar y afinar ambos conceptos, que en estos lares andan entreverados.NO HAY CÉDULA DE IDENTIDAD Y SI DE IDENTIFICACIÓN DESCRIPTIVA
En efecto, la identidad es una demanda valorativa personal o grupal que reclama un modelo étnico, que se remite a un paradigma existencial para espejarse en él: por ejemplo, la tan llevada, traída y mitológica garra charrúa. Aunque existe un grupo de soñadores fundamentalistas y racistas- a veces tataranietos de indios que ellos suponen charrúas y en puridad eran en su inmensa mayoría guaraníes- no se nos debe ni puede atribuir, temerariamente, ese prestigioso ancestro. Dichos charrúistas, charruófilos y caharruomános, habitantes desparramados en las ciudades del pais , occidentalizados hasta el tuétano han dado un salto hacia el vacío de la imaginación y fundado una extemporánea Charrulandia, algo semejante a una ínsula Barataria, hija de un romaticismo trasnochado y un indigenismo voluntarista . En efecto, ignoran, u olvidan, que 15.000 guaraníes reducidos habían entrado torrencialmente a estos pagos a raíz de la disolución de las Misiones Jesuíticas en el año 1767 y que en el tiempo de la cruel matanza de 1831 solo restaban, como veremos, muy pocos charruas legítimos en concentradas y no dispersas tolderías, cuidadosamente censadas por visitantes de la época, como consta en serios libros de historia. Dicho datos contradicen y los escritos y panfletos que hablan de miles de indígenas “infieles”, escritos por espontáneos carentes de toda autoridad intelectual y conocimiento antropológico..
Mas tarde, nutridos escuadrones de combatientes guaraníes sirvieron con Artigas en su última y desesperada defensa –nadie, o muy pocos, recuerdan hoy al valeroso Andresito, a Sepé y demás jefes de miles de valerosos combatientes indígenas- , y otros fueron arreados por Rivera(1828) luego de su reconquista del territorio de las Misiones, en poder de los brasileños. Allí, en esos núcleos advenedizos, y no entre los poquísimos charrúas sobrevivientes, se multiplicaban los racimos de genes heredados de sus ancestros por los paisanos de pelos chuzos y ojitos de yacaré que salpican las estancias y arrabales de los pueblos del interior.
Es bueno insistir en lo expresado anteriormente. Antes de Salsipuedes y Mataojo los charrúas, que jamás entregaron sus mujeres a la lujuria de los criollos, no pasaban los 600, como lo testifican veraces documentos de la época. Y de los sobrevivientes, unos 300 entre mujeres y niños, no puede esperarse una muy caudalosa descendencia, si bien, aunque muy tenuemente, la hubo. Actuales dictámenes de exagerados universitarios calculan en 35 % los descendientes de los charrúas, sin pruebas la vista y, por añadidura, con desconocimiento de las aportaciones de la cepa guaraní.Y digo asi porque el ADN no dice “estos descienden de charrúas y estos de guaraníes”, lo que lleva a los charruistas a jugar con cartas marcadas.
El mismo error recae sobre los “incas” , que así califican los cronistas deportivos a los afroamericanos de las costas del Perú que juegan muy bien al fútbol.
Machacando sobre caliente.
Vuelvo al controvertido tema de las diferencias existentes entre identificación e identidad. Se es idéntico a un ente determinado, reconocido como portador espiritual de valores patrocinantes o de rasgos culturales específicos. Si se apela al latín “ídem”, generados por la voz identidad, existe un modelo al que imitamos y nos confirma. No se puede ser idéntico a cosas. Sí a hombres del mismo género y especie. El modelo a seguir se trataría entonces de una figura folklórica, o de un héroe epónimo, o de una etnia fundadora que llegó desde el exterior, o de una cepa ancestral enraizada en el terruño. La identidad cobra sentido a partir de la aspiración de un sujeto o un grupo de sujetos a ser y comportarse como aquel ente modélico.
En consecuencia, en el caso de un pais como el nuestro en el que no que no hay indios tribalizados que conservan rasgos, costumbres y lengua propios, llamarse charrúas responde al voluntarismo personal o colectivo reconocerse en el paradigma encarnado por un tipo ideal. La búsqueda, o reconocimiento, o asunción explícita de la identidad, constituye una aspiración, cargada de “pathos” proveniente de la conciencia afectiva de la persona o de la demanda social del pueblo en cuyo seno ella actúa. Va desde adentro hacia afuera; apunta, como arriba señalé, a un prototipo ideal, cuando no idealizado: el indio, el negro, el gaucho, el criollo oriental, el muchacho de barrio, el paisano de tierra adentro, el canario chacarero, el arquetipo urbano, el abuelo inmigrante. Tras la identidad se agazapa un raigal antecedente humano determinante, una projimidad espiritual o /y carnal. Cada uno de estos paradigmas es señalado como portador de cualidades distintivas, de visiones del mundo y de la vida propias, segun sus apologistas, de su extracción social y declinación cultural.
Va un ejemplo personal, si me lo permiten. A mi me dicen vasco pues mis apellidos Vidart por parte de padre y Bartzabal por parte de madre me remiten a ascendientes de Iparralde ( ipar, norte; alde, lado), o sea el Pais Vasco enclavado al norte de los Pirineos. Y me gusta además lucir la txapela, es decir la clásica boina. Me identifican, o creen identificarme, desde la cáscara, desde los indicadores externos, como dicen los sociólogos. Pero una cosa es la cáscara y otra el grano. Y el grano de mi identidad, es lo que tiene que ver con las profundas motivaciones sentimentales y volitivas de una coacción cultural ejercida por la tradición nacional oriental y uruguaya , reforzada, en mi caso, y a conciencia pura, como diría Discépolo, por una elección existencial. Si bien cultivo con cariño las tradiciones de mis ancestros euskeras, aquellos danzarines de la mascarada de Zuberoa -y mucho, y mas importante - me siento identificado con el ser terrígeno, con la procesión de vidas y memorias que arranca con los paleocriollos de la Patria Vieja, que pasa por los neocriollos descendientes de la oleada inmigratoria del siglo XIX y que llega hasta los poscriollos de nuestros días, luego de haber atravesado, como un filón intrusivo, los estratos culturales y los matices generacionales que tienden un continuum étnico entre el oriental de ayer y el uruguayo contemporáneo. Soy triétnico además, pues una retatarabuela era la hija de una guaraní misionera y Artigas (si señores, y lo cuento con íntimo orgullo!) y la otra tatarabuela una negra riograndense. Y no por ello soy ni me siento indio o negro, como más de un compatriota en tales condiciones genealógicas reclama. Ni tampoco me proclamo pública e insistentemente como un ciudadano que exhibe redivivas cualidades artiguistas, ¡no faltaba más!.
No hay razas blanca, negra, amarilla o cobriza. Solo existe en este planeta una especie y un género humanos con variedades tipológicas regionales, capaz de auto fecundarse y de lograr idénticos logros intelectuales en semejantes situaciones de educación, enseñanza e ilustración. Si envías a un niño noruego a los dos años a vivir dentro de una familia china de una aldea remota o de la inmensa Shanghái, a los 20 será un aldeano o citadino perfecto del Celeste Imperio, no obstante sus ojos azules y su cabello rubio. Si envías un negro veinteañero de Harlem al Congo (el “corazón de las tinieblas”, según Conrad), a la semana estará muerto de hambre y de miedo, pues fue incapaz de sustentarse dado que su repertorio cultural no es apto para adaptarse al ambiente, peligros, ofertas y carencias de la selva.
(Sigue mañana)

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